Las crisis empresariales son inevitables y aunque no nos guste hablar de ellas o aceptar que estamos en medio de la tormenta, son una realidad que no se desvanece con la negación. Para las economías desarrolladas, puntualmente EE. UU. y Europa, las crisis empresariales hacen parte de los ciclos naturales de las organizaciones y de las economías. Por esta razón, en vez de fingir que esto es un problema de pocos y estigmatizarlo desde la arrogancia, que nos proporciona la infalible inteligencia de la mirada retrospectiva, ellos han decidido a hacerle frente de manera directa y efectiva.
Es cierto que mientras haya empresas habrá crisis empresariales, esta es una realidad incomoda que entre más rápido aceptemos más rápido podremos afrontar con respuestas adecuadas y afines a la naturaleza intrínseca de estos organismos cambiantes y llenos de potencial. Todas las venerables marcas que consumimos han pasado por estados de iliquidez y procesos de insolvencia, porque la verdad es que nos equivocamos, leemos mal el mercado, nos ciega el optimismo o a veces (como ahora) lo impensable pasa y el mundo que proyectamos simplemente no se materializa y la realidad nos exige una velocidad de cambio que a cualquiera lo marearía.
La realidad es que el crecimiento de las empresas es un proceso doloroso y en muchos casos se hace a costa de la salud inmediata de la organización, porque tenemos que tomar riesgos, lo que significa que tenemos que afrontar situaciones de vulnerabilidad. Esto es especialmente cierto para las empresas pequeñas que con pocas opciones de financiamiento deben cargar con el peso de estructuras de capital que en muchos casos terminan por asfixiarlas.
En un estudio ejecutado por McKinsey de 1.000 empresas pequeñas de manufactura se pudo identificar que el servicio de la deuda que pagaban estaba alrededor del 30% de sus ingresos con EBITDA entre el 5% y 10%. Mas allá de un análisis financiero complejo lo que debemos recalcar es el pequeñísimo margen de error que tienen estas empresas para ponerle la cara a los cambios de sus circunstancias. Esto se hace particularmente evidente en una realidad donde el costo de las nuevas reglas de bioseguridad puede significar un golpe entre el 1% al 2% de sus ingresos solo para poder seguir operando, lo que nos exige generar nuevas alternativas para apoyarlas.
La industria de inversión de «distress asset» se ha venido consolidando a nivel internacional con el objetivo de asumir los retos de estas empresas y de apoyarlas a reinventarse. Hace poco más de un mes se lanzó el fondo más grande de la historia con esta hipótesis de inversión y tiene previsto un cierre de USD 15 billones de dólares bajo el mandato de la firma Oaktree. Por supuesto, que estos recursos estarán destinados a empresas que estén en las bolsas internacionales y que tengan colaterales que valen la pena la movilización de USD 100 millones por transacción. Independientemente del tamaño y la geografía, la realidad es que las problemáticas de las empresas son muy parecidas a mayor o menor escala: productividad, estructura de capital, liquidez, digitalización, patrones de consumo etc. Por lo cual, podríamos asumir que la industria del “distress asset” adecuada a nuestra realidad podría ser una herramienta no solo para ayudar a restaurar el tejido empresarial sino también como una estrategia de mitigación para la recesión que nos comienza a afectar a todos.